LOS TRES AMIGOS
En
la guerra nunca hay lugar para la paz. A veces, una tregua que comienza con la
alegría de escribir una carta al amor que está lejos, concluye con la voz
cantante y sonante del general de turno, ordenando volver a la trinchera.
Octavio con sus escasos dieciocho años no había dejado novia esperándolo, pero
sí una madre y una abuela que lloraban por él. Era hijo único y sin padre vivo.
Había sido un tanto sobreprotegido y su aspecto aniñado (como si se pudiera
tener otro a esa edad) daba impresión de debilidad y escaso amor por la patria.
Como todo joven soñaba. Su anhelo era ser ingeniero como había sido su
progenitor y enorgullecer a sus seres queridos con su título. Ser soldado había
estado muy lejos de sus aspiraciones en el Buenos Aires querido donde había
nacido.
Laureano,
tucumano de ojos negros y azucarados, extrañaba los cañaverales donde siempre
había trabajado. De familia humilde y corazón generoso, le escribía a su
hermana menor que en cuestión de días cumpliría sus quince primaveras. Él
siempre la cuidaba y la acompañaba a los bailes. La defendía y protegía de
quienes quisieran aprovecharse de su inocencia. Recostado en el catre y con su
mirada nostálgica perdida en un punto incierto, se preguntaba quién la cuidaría
ahora que él faltaba en su terruño. Tampoco había imaginado vestir aquel
uniforme verde botella y pelear por su patria, pero se sentía entusiasmado de
luchar por su bandera y convertirse algún día en un héroe.
Ricardo
era un cordobés chistoso y cuartetero. Un poco mayor que sus compañeros. Iba
para los veintidós y había dejado en la Docta a su flamante novia. También
debió abandonar su trabajo. Había conseguido un buen empleo en el Banco
Provincia. Era el más optimista de los tres y pensaba que en un periquete iban
a voltear a los ingleses, regresando sanos y salvos a sus familias y, además,
condecorados.
Aún
estaban bajo la protección de la Virgen del Rosario después de aquel 2 de
abril. Sin embargo, cuando todos creían que las tropas británicas se rendían y
la victoria estaba asegurada, empezó la verdadera guerra. La más cruel e
impensada para los soldados, quienes ya estaban preparando sus equipajes para
volver a casa. El 1º de mayo un bombardeo aéreo inglés lanzó el gran bautismo
de fuego sobre Puerto Argentino.
Los
chicos de la guerra dejaron de soñar el sueño del regreso para internarse en la
hostilidad del paisaje agreste. El sueño se convirtió en delirio cuando el frío
les congelaba el cuerpo, en debilidad cuando el estómago reclamaba alimento, en
miedo cuando la noche oscura los cobijaba o no del enemigo. El sueño pasó a ser
la soledad y el insomnio del abandonado a su suerte y a su muerte.
El
hundimiento del Crucero Manuel Belgrano durante el segundo día de operaciones,
fue como un puñal en la espalda que desmoralizó a la tropa argentina.
Los
tres amigos estaban en el mismo grupo de combate. Lautaro era el que mostraba
más agallas a la hora de ir al frente e infundía ánimo a los otros dos para
seguirlo. Caminaban y se desplazaban con rapidez para despistar a los hostiles.
Durante el día se mantenían demasiado alertas y tensionados. El estrés asomaba
por las noches y entonces Octavio se calmaba llorando y Ricardo, cantando.
Un
día, cuando ya rendidos más que por los bombardeos ingleses, por el hambre y la
fatiga se dejaron caer en actitud de entrega. Hasta el tucumano, que había sido
el más corajudo, había perdido toda esperanza. Vencidos se habían dormido sobre
aquellos pastos rústicos. Sin darse cuenta, se alejaron bastante del grupo. Las
armas que llevaban para defenderse eran inadecuadas y casi ya no tenían
municiones. Un ruido ensordecedor los despertó. Una bomba había explotado
prácticamente sobre sus cuerpos. Cuando el fuego y el humo se disiparon los
tres se vieron y cada uno fue un espejo para el otro. Malheridos y desolados,
entre gemidos de dolor llamaban a la madre, a la hermana, a la novia, pero
nadie estaba ahí para ayudarlos (ni el mismo Dios).
La
peor parte la había llevado Octavio, el aniñado, el que soñaba con ser
ingeniero… una pierna y un brazo le habían sido amputados en el impacto. Una
rosa roja ocupaba el corazón del cordobés. Los pétalos se desangraban en su
pecho. Tenía pulso, pero estaba inconsciente.
El cuerpo de Laureano no había sufrido grandes daños. Podía ver, oír,
hablar y moverse por sus propios medios a pesar de las lastimaduras, algunas
profundas.
Laureano
no tenía idea de cuánto tiempo había transcurrido. Se sentía abatido,
hambriento, con sed, con frío y no podía dejar de escuchar a Octavio gritar del
dolor, sin parar y a Ricardo, gemir y con voz entrecortada llamar a su esposa.
Estaba seguro que nadie los encontraría y él no tenía fuerzas para caminar ni
un kilómetro en busca de los otros soldados. Sus heridas se habían infectado y
también se sentía pésimo. Todavía pudo presentir que aquella locura había
llegado a su fin porque ya no se escuchaban bombardeos ni se veían aviones
desgarrando el cielo.
El
tucumano abortó su deseo de regresar como héroe sin saber que igual iba a
serlo. Ya no podía más ver sufrir a sus amigos y las secuelas que deja una
guerra le estaban jugando la mala pasada de la locura. Controló su carabina y
comprobó que le quedaban justo tres proyectiles.
Silvana María Mandrille
Mención Nacional Género Cuento
21º Certamen Nacional y Países
de América del Sur 2023 - Premio Prof. Rosa Ester “Toty” Lui
Los Toldos (Buenos
Aires), mayo de 2024
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