DOÑA
AZUNTA POSTERGADA
Esta es la historia de doña
Azunta Postergada, una mujer que se había pasado la vida conformando a los
demás. A todos, menos a ella.
Cuando
fue niña ofició de madre de su hermano menor, un niño hiperquinético que la
tenía a mal traer. Cuando ella andaba por el séptimo de la primaria, el pequeño
transitaba el primer grado. Y como iban a la misma escuela, Azunta siempre
debía responder por las travesuras del infante que no eran ni pocas, ni
inocentes. Una vez le pegó un puñete tan fuerte a una compañerita en la
espalda, a la altura de los pulmones, que la niña casi dejó de respirar. En
otra oportunidad, jugando a los indios, lanzó una caña con la punta afilada a
modo de lanza con tan mala suerte (o muy buena puntería) que casi le saca un
ojo a la maestra de cuarto. En fin, la tarea fraterna de Azunta nadie se la
envidiaba, sobre todo porque ni la misma madre le reconocía el sacrificio (que bien
podría haberlo hecho como favor a cambio de reemplazarla en lo que era su
responsabilidad de criadora).
El
tiempo pasó y llegada su adolescencia, habiendo cumplido ya con su rol de
niñera, del que había salido con las piernas verdes de moretones por las
patadas del hermano, se transformó en amiga confidente y guardadora de los
múltiples secretos de amor que le confiaban sus pares. Más que Azunta, en esa
etapa de su vida, fue Celestina. Hizo de correo, de tenedora de vela, de
aguantadora de algún amigo del novio de la amiga… En fin hasta escribió poemas
y se los dejó plagiar. Todo en pro de la felicidad de sus afectuosas amistades.
Además se tomó el tiempo para desperdiciar casi toda su juventud al lado de
jóvenes negativos, depresivos, huérfanos, adoptados. Hasta le tocó uno con
ideas suicidas en el reparto. Un buen caldo de cultivo para incentivar su
interés por la Psicología
que ya empezaba a avizorase; y que, lógicamente con la suma de aconteceres
nefastos, se fue acrecentando hasta convertirse en una realidad, un poco más
brillante que la de haber encallado
primero en la espeluznante profesión de maestra. Todo esto sucedía mientras la
vida que soñaba le pasaba a la par: un sueño pasaba acompañado de una rubia top
model, el otro tomado de la mano de una morocha infartante, un tercero (que
parecía la opción más accesible) a punto de hipotecar sus días al lado de una
veterana platinada.
Azunta
siempre tuvo fe en el futuro. Algún día sería dueña y señora de su vida como
Dios manda. Pero el cielo, si bien se aclaró bastante, nunca fue celeste y
limpio, sino más bien lleno de nubarrones grises y perpetuos. Después de
contraer nupcias a una edad algo avanzada para la época, logró libar el néctar
de las flores en primavera cual abeja hambrienta y también exprimir el jugo de
su media naranja, y hasta se dio el gusto de pasear en una nube blanca burlando
a las plomizas que la cortejaban.
Un día
por casualidad se encontró con el almanaque. Sorprendida descubrió que habían
pasado treinta años. De no haber reparado en aquel cruel medidor del tiempo,
ella diría que apenas fue ayer que aún era la niñera del hermano. La verdad que
las piernas seguían entre verde y azuladas como entonces, con la diferencia que
ahora se trataba de várices. ¡Y ella todavía seguía esperando un futuro en el
que concretar sus anhelos! Apretó el freno, quitó el pie del acelerador y se
detuvo a meditar (había leído tantos libros orientales que pintaban facilísima
la meditación). Era cuestión de exhalar los problemas y las preocupaciones y de
inhalar bendiciones, emociones, determinaciones, sanaciones, visiones y no sé
cuántas otras cosas más terminadas en “iones”. La dificultad era poner su mente
en blanco aunque lo intentaba, pero al cerrar los ojos por la oscuridad
empezaban a pasar las imágenes del pasado teñidas de cotidianeidad y rutina,
cargadas de obligaciones y culpas, escasas de bienestar propio. Y así cual
diapositivas se iban sucediendo los momentos de su vida repartidos entre criar
a los hijos, ejercer de ama de casa, cuidar a los padres enfermos y atender las
demandas de alumnos que succionaban su savia. Pronto cayó en la cuenta de que
su vida hasta ese momento había sido un compendio de presiones laborales, apuros familiares y compromisos sociales.
Entre
intentos frustrados de meditación y una que otra sesión al psiquiatría, un buen
día y sin previo aviso le llegó la jubilación. Y debió ser precisamente en ese
instante cuando Azunta dejó de cifrar sus esperanzas en el futuro y empezó a
vivir con plenitud el presente.
Silvana
Segundo Premio
Género Narrativa
Decimotercero Concurso Literario Internacional
“Alfonsina Storni”
S.A.D.E. Secc. Marcos Juárez (Cba.), Julio de 2013
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